miércoles, 20 de mayo de 2009

EL AÑO DEL BÚFALO (CAPÍTULO I)

Que pensándolo bien, ¿tiene sentido juzgar los discursos sólo desde el lugar donde son pronunciados? Nada que ver con parlamentos, con grandes estadios o plazas llenas de gente: estoy seguro que han existido bares que han albergado las elucubraciones más importantes sobre la humanidad, sobre la política, sobre la religión o las más complicadas teorías filosóficas. Han existido y existirán restaurantes que han dado cenas, las cuales han parido brillantes tesis sociológicas e importantes estudios antropológicos, destinados, por su misma naturaleza, a tener una larga vida y una fama parecida a algunas tesis universitarias sobre los estilos artísticos de los vasos a lo largo del siglo XIII. Las botellas de vino, en algunas ocasiones, se convierten en plumas estilográficas, y despliegan las mentes de las personas hasta hacerles creer que son infinitas, proyectadas, como misiles teleguiados en sitios oscuros, al resto de la humanidad, lugares inaccesibles a las ideas humildes de las hormigas que abarrotan las calles. Pienso que habría sido de Las Flores del Mal sin las sugerencias de la absenta, o como habrían sonado las guitarras de los Beatles sin aquella especie de inspiración inducida que los artistas de una determinada época solían liar dentro de papeles muy finos. Estoy seguro: el semen del desarrollo de la civilización humana está plantado en un plato de bucatini a la carbonara*, y es regado con el néctar de los dioses con el fin de hacer germinar la flor del pensamiento más puro, capaz, con su perfume, de calentar los corazones secos y dar  vida a algunas almas embalsamadas por las promesas electorales.
También nosotros, naturalmente, éramos victimas de la maldición de la Falanghina**, y nuestras noches delante de una mesa llena terminaban siempre desmontando el mundo pieza por pieza, para intentar volver a montarlo de otro modo y admirar desde lejos el nuevo paisaje apenas creado.”¿Os he contado alguna vez la leyenda del Año del Búfalo?”, dijo Massimo mientras se servía la tercera copa, y no esperó ni siquiera una contestación, pues su lengua parecía querer moverse por cuenta suya. “Había una vez una tribu india, una de esas olvidadas y desparecidas, formada por un único campamento. Eran los Sakswuach. Loa Sakswuach eran, sobre todo, cazadores de búfalos. De la caza de este rumiante ellos aprovechaban todo, desde la carne hasta la piel para hacer vestidos, los cuernos para hacer joyas y la cola para hacer cuerdas. Su religión se basaba en la adoración del Dios Tierra, el cual, por una no bien comprendida estima hacia el hombre, había ordenado al Señor de los Búfalos que toda su estirpe tenía que subyugarse a los deseos de los Sakswuach, ignorando el hecho de que ellos eran más grandes, más numerosos y más fuertes físicamente. El Dios Tierra impuso como única cláusula a los seres humanos el no abusar de este privilegio porque, si algún día se enteraba que los indios cazaban y maltrataban a los sagrados animales más de los que imponía sus necesidades básicas,
 él mismo quitaría la prohibición  a los búfalos de imponerse, y esto produciría una revuelta que eliminaría para siempre a los Sakswuach. Un día se convirtió en jefe de los Sakswuach un rey malvado y obtuso, el cual hizo construir la tienda de piel de búfalo más grande de toda la historia para la boda de su hija. Los búfalos, gracias a ese desgraciado deseo, fueron cazados por miles y fueron matados a golpe de hacha sólo para satisfacer los sueños de gloria del nuevo rey. El Señor de los Búfalos se revolvió hacia el Dios Tierra y le suplicó que permitiese a sus súbditos rebelarse, ya que eran víctimas de una masacre inaceptable. El Dios consintió aplacar la matanza y quitó a los búfalos la prohibición de ser sumisos. Desde ese momento todos los animales se apoderaron de su fuerza natural y en cuatro días acabaron con todos los indios, volviendo a recuperar la libertad y las praderas de las que siempre habían sido los legítimos dueños.”
“Que chula!”, fue la primera cosa que dije, “¿dónde has leído esta historia?”, pregunté mientras me llenaba el vaso con vino tinto.”En realidad me la he inventado, pero si cada uno de nosotros la repite entre sus conocidos durante bastante tiempo y citando fuentes incontrolables, estoy seguro que tiene todas las cartas para convertirse en un cuento famoso, como el de Azzurrina… A lo mejor conseguimos escribir un libro…”.

Él seguía hablando, pero yo escuchaba otra cosa. El semen ya había sido plantado, lo sentía germinar en mi cabeza, y su susurro de una nueva vida era un pensamiento largo como la historia del mundo. El vino empezaba a indicarme el camino, cogiéndome de la mano como el padre hace con su hijo para cruzar la calle: me habría bastado con poner una idea detrás de otra y  cruzar a la acera de enfrente  donde, estaba seguro, me esperaba el helado más bueno del mundo.



*) Plato de pasta que se parece a los espagettis, con queso y jamon.
**) Vino blanco muy famoso.

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